viernes, 18 de mayo de 2012

Era tan perfecto. Ni siquiera roncaba. Siempre bajaba la tapa y me llamaba cada noche. Me regalaba tacones y vestidos caros. Nunca llevaba el pelo enredado. Siempre se levantaba antes que yo y preparaba café y tostadas. Lo dejaba todo por mí cuando hacía falta. Me llevaba a los mejores restaurantes y a veces al cine. Odiaba el fútbol y le gustaba ir a la ópera. Nunca me quitaba la sábana al dormir. Se acordaba de la fecha y hora exactos que empezamos a estar unidos. Y cada mes después de eso, me regalaba algo. Jamás me dejaba tirada. Quedábamos cada día a cada hora. Me prohibía fumar y llorar. Si iba con él, la imagen y las apariencias eran lo primero. Me hacía el amor despacio, como sin ganas. Despacio pero no con amor. Jamás fue capaz de ponerme cachonda. Cuando veía que me cansaba, me llevaba de viaje a algún sitio increíble. Me cansé. Me cansé de la puta perfección.
Él en cambio era tan diferente. No me llamaba nunca, porque no tenía saldo. Odiaba los tacones al igual que yo, nada mejor que unas Vans y nuestros besos. Llevaba el pelo enredado y si no, yo me encargaba de hacerlo. Quedábamos cuando podíamos y donde podíamos. Adoraba escribirme poesías baratas. Siempre se quedaba dormido aunque sonara el despertador. En vez de verme dormir él a mí, era yo la que lo veía dormir. Nos cenábamos a nosotros mismos y veíamos películas tirados en el sofá mientras echábamos algún polvo. Nos peleábamos cada noche por la sábana. Jamás me había regalado nada, y sé que no iba a hacer. Compartíamos cigarros y algún porro si se nos antojaba. Me hacía llorar, y cuando me veía a hacerlo, se limitaba a decir algo gracioso para hacerme sonreír. Hacíamos el amor con tanta fuerza que creía que explotaríamos, con demasiadas ganas, demasiado cachondos. No se lo dije nunca, pero me hacía feliz. Y lo sigue haciendo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario